Es la guerra… (Y no es un cuento)
Lecciones histéricas de Colombia.
Primera parte
Por: Luis Carlos Pulgarín Ceballos.
Obra del artista Héctor Iván Valencia Zapata
Esta es la historia de
todas las guerras del mundo… Una cacería infame entre ejércitos de hombres
llenos de odio, de rabia y sed de sangre, en la que por lo regular quienes son
la carne de cañón son soldados cuya única diferencia son sus uniformes y distintivos
de acuerdo a cada bando en contienda, pero por lo regular, son los mismos hijos
de las masas populares de los pueblos, las pobrecías, las ninguneadas, los
miserables que no tienen qué perder porque la muerte en la guerra es la única
salida a su destino de no futuro; tampoco mucho que ganar porque si sobreviven
solo heredarán las cicatrices de la violencia, los recuerdos heridos y el
estigma social, porque seguirán siendo pobres, viviendo sus últimos días
rumiando sus frustraciones y mirando como
las ganancias de la guerra se van a las arcas bancarias de quienes las
crearon y dirigieron sin entrar en el campo de batalla, porque ellos nacieron
privilegiados, no son los que exponen su pellejo, ni ellos, ni el de sus hijos,
herederos de las fortunas infames que continuarán la tradición de seguir
creando guerras para preservar sus privilegios.
La guerra es una borrasca
obscura en la que se enfrentan pobres contra pobres, mientras los ricos se
reparten el botín que la mueve, así llegó Fulgencio Parra a uno de estos
ejércitos.
Fulgencio Parra nació y
creció de milagro, hijo de una pareja de mendigos en una época que para las
mayorías no había más posibilidad que la limosna; no había clase obrera porque
aún no había llegado la industria al país, no había como engancharse a trabajar
en una finca porque los terratenientes tenían esclavos y no necesitaban otra
mano de obra; los cargos públicos se rotaban entre rojos y azules privilegiados
por la burocracia y el padrinazgo político de quien gobernase en turno, después
de unas elecciones fraudulentas o de un golpe de estado liderado con otra
guerra donde los combatientes fueron los cientos de Fulgencios Parras de la
época; la única opción: las calles y parajes donde se botasen las sobras de la
comida de una clase “criolla” indolentes que se ufanaban de haber sido la clase
que supuestamente trajo la libertad y la independencia ¿La libertad y la
independencia para quiénes?, no para las indiadas, las negritudes, los artesanos
pobres; los mestizos y mulatos, siervos y campesinos de paupérrima condición
económica y social.
El padre de Fulgencio se
había preciado siempre de ser un fiel militante del partido rojo, integrado por
una clase emergente de comerciantes y un gran sector de artesanos de poca
posibilidad económica; el cual se decía era el partido de avanzada en su época,
a diferencia del otro partido existente en el país, el partido azul, un partido
conformado por elites de fuertes terratenientes esclavistas muy adeptos a la
tradición religiosa con la cual tenía estrecha relación. Algo que tenían en común
ambos partidos era que su fundación había estado liderada sobre todo por
hombres de tradición militar, lo cual generaba que muchas de las decisiones
políticas de la época se imponían por la fuerza; de hecho, los cambios de
gobierno eran por lo regular consecuencia de golpes de estado que se solían dar
entre ellos. Golpes de estado que implicaban sangrientas guerras que los antecedían.
Don Anselmo Parra, padre
de Fulgencio se había enlistado en el ejército rebelde rojo, en primer lugar,
convencido de que las élites dirigentes de este partido defendían sus
intereses, y en segundo lugar, sino el motivo más importante, porque mientras
fuera peón de guerra se aseguraba un vestido y una alimentación que le era
difícil asegurarse por fuera de la guerra, tal era la realidad de esa masa hambrienta,
descamisada y descalza que deambulaba por los caminos de una patria recién “independizada”
de los colonialistas españoles.
Gobernaban los azules, y
los generales del partido rojo azuzaban en descontento para encender la
violencia argumentando, frente al pueblo miserable que los escuchaba, que todas
las desgracias del país eran por culpa de la tiranía de los azules.
No habrían pasado muchos
días de que el país sufriera el incendio devastador de una nueva guerra civil
cuando al triste rancho de la familia Parra llegaría un cadáver desmembrado por
salvajes machetazos recibidos en el campo de batalla, en aquella época cuando
los peones de la guerra se enfrentaban entre sí cuerpo a cuerpo.
Fulgencio quedó huérfano
de padre, y la familia en el más profundo de los abandonos. Con solo 13 años
Fulgencio debió asumir la responsabilidad de la casa, dado que entre los tres
hijos del difunto era el mayor; ahora tendría que resolver la situación de una
madre viuda y dos hermanitas menores que él; lo que lo llevó a rebuscarse de
muchas formas: haciendo mandados y hasta pidiendo limosna en calles y mercados.
Sobreviviendo precariamente y con un sentimiento de odio hacía quien se dijera
seguidor del partido azul al cual acusaba de la muerte de su padre, pasaría sus
años de adolescencia.
En tanta carencia vería
morir una de sus hermanitas menores, sin posibilidad de acceso a salud o una
medicina que calmara el dolor de una virosis pulmonar prematura.
Mientras Fulgencio llegaba
a su mayoría de edad, los rojos gobernarían en dos oportunidades, incluido el
periodo logrado tras la guerra en que murió su padre, sin que el destino
miserable de las mayorías militantes del partido cambiara para algo.
Y se llegó otra guerra
civil. Y los sentimientos de venganza y frustración se avivaron más que nunca.
Me voy a matar azules, le dijo Fulgencio a su madre, dejándola en el
embargo de la incertidumbre. Y se enlisto en el ejército de los rojos.
Continúa en próxima entrega
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