viernes, 1 de diciembre de 2017

LA PLAZA DE BOLÍVAR BOGOTANA

LA PLAZA DE BOLÍVAR BOGOTANA 
De la serie Crónicas de Ciudad y prostitución.

Por: Luis Carlos Pulgarín Ceballos.

El corazón histórico de Bogotá se llama la Candelaria. A esta zona de colonial arquitectura le dio su nombre una iglesia construida por los Agustinos Recolectos, hace más de 300 años. Es allí donde queda la Cancillería colombiana: El Palacio Presidencia (es decir la Casa de Nariño), El Congreso Nacional, La Alcaldía Distrital (Es decir El Palacio Liévano); amén de otras importantes instancias públicas, culturales  académicas. La Plaza de Bolívar es a su vez el Corazón de la Candelaria. Lugar de romerías  por parte de turistas de todos los pelambres y procedencias; también obligado destino de muchos desempleados que cansados de deambular sin ton ni son por la ciudad llegan al lugar para compartir el paso del tiempo y sus tristes cuitas. 

La Plaza de Bolívar es una suerte de pasillo del Congreso Nacional, donde una maraña de lagartos, procedentes de distintas regiones del país, atalayan con gran ansiedad  a sus gobernantes y legisladores para que cumplan con sus falsas promesas de tiempos electorales.
Por siglos, La Plaza de Bolívar, ha sido morada tradicional de innumerables bandadas de palomas, atractivo pintoresco del lugar, a las que un “animalicida”; un tal Cardenal Rubiano, intentó en diversas ocasiones, masacrar con trampas espeluznantes para que no le deterioren la cúpula de su prepotente Capital Primada, pues en este espacio de “Dios” no hay lugar para estos seres de sosegado carácter, lustrosa e inocente pluma, como tampoco lo hubo para decenas de desplazados víctimas de la violencia que alguna vez buscaron refugio en este santo lugar y a quienes el mismo Cardenal –en su época de Arzobispo-, cerró las puertas para que no le importunaran sus tranquilas meditaciones sobre cómo seguir escalando en la torre vaticana para ser “papable”, sin dejar de interferir en la vida política del país, que es otra de sus grandes pasiones desde que se inventó cierto elefante apodado "el proceso 8.000. 
Por este lugar, punto de encuentro de toda manifestación sindical, política, entre tantas otras de protesta contra un Establecimiento corrupto e indolente para con la realidad de las necesidades de dignidad de grandes mayorías del pueblo colombiano, se dan maña para encuentros furtivos  decenas de enamorados, algunos de ellos estudiantes escapados del camino de su casa a la hora de salida del colegio; otros, novios y amantes de vieja data, que sin mayor presupuesto para otro tipo de planes se dedican a pasear su romance mientras escuchan el eco lejano de una canción del mexicano Juan Gabriel que les habla de su compleja situación: “no tengo dinero, ni nada que dar, pero si tu quieres te puedo querer...”.
Me han dicho que, últimamente, también se dan cita ciertas señoras y señoritas que de manera disimulada y con mirada en clave ofrecen ciertos placeres momentáneos. Me aclaran, eso sí, que no es sólo por dinero; hay una suerte de señoritas que ilusionadas con un príncipe azul de cuentos infantiles salen a hacerle "ojitos" a cuanto turista extranjero se les cruza por el frente, algunas de éstas se ofrecen a ser "espontáneas" guías turísticas, en muchas ocasiones con un elemental spanglish (que a veces raya en el absurdo). Hay otras, dicen, que andan en busca de amantes menos formales y educados para las lides de la pasión, que sus propios maridos –muchos de ellos, tal vez, herederos de la “chirriada” formalidad bogotana de antaño que a pesar de los cambios de clima capitalino, no entienden que la ciudad ya no es la urbe fría y recatada de entonces, y que   en la cama, si bien hay que ser caballeros como en la mesa para repetir, no podemos ser menos que agresivos; pues la caballerosidad y la ternura sólo se valen en las etapas preliminares, después de soltado el fuego hay que ser, ciertamente, cavernícolas.
Pero bueno, sin más comentarios complementarios, vuelvo al tema: Una mujer me ofrece una bolsa de maíz, con humilde sonrisa murmura “para las palomitas, sumercé”. Oteo el entorno, una mujer y un niño lanzan un puñado de granos amarillos y un montón de aves vuelan por el banquete ofrecido. Un hombre con una Polaroi antigua se les acerca a ofrecerles una foto instantánea. Sonrió a la mujer de la bolsa de maíz, ella entiende que otra vez será y se aleja. Es un día sin mayores eventos en la Plaza. Nada interesante, medio centenar de personas, a lo sumo, paseando su tiempo a la hora de la digestión del almuerzo, algunos pocos foráneos conociendo iconos históricos como el nuevo Palacio de Justicia (el construido después de la toma guerrillera del M-19 en 1985 y destruido por el ejército colombiano a punta de fogonazos de carrotanques en una salvaje operación de retoma que masacró desde guerrilleros hasta magistrados de la República). 
Cruzo, entre vendedores de tintos, dulces y cigarrillos, dos o tres mendigos permanentes del lugar,  y varios lustradores de zapatos apostillados en una de las esquinas de la Plaza que te cuentan a retazos y de ñapa algunos momentos de la historia del país, mientras le dan brillo al cuero del calzado. Doy la espalda a los imponentes edificios dónde se negocia la suerte del país y del Distrito Capital, con toda suerte de Leyes, Decretos y Resoluciones que llevan cierto olor mortecino a corrupción (el Palacio Liévano y Los edificios del congreso colombiano); y me voy por  la carrera octava, por la calle 9, del costado del antiguo IDCT, me dirijo hacía la carrera décima. Al llegar a la esquina de dicha décima, nuevamente la agresividad vehícular de los destartalados buses que aún persisten en la guerra del centavo, los que perviven con su negra humareda a la competencia del Transmilenio. Carrera llena de compraventas para empeño de las miserias de los cientos de desempleados que habitan la ciudad, y en los entornos de este sector (carrera 10 con calles 6 a 10), ellas, las habitantes de la calle, mujeres maduras y ancianas que se pasean en busca de cliente por este sector deprimido como deprimidas son sus figuras. Este es el sitio de ellas, las que no tienen la juventud y los encantos de las que trabajan en los sectores del norte, o del mismo centro, por la avenida 19, por las calles 23 y 24, por la Carrera 13, es decir, por la zona de tolerancia donde empecé esta serie de crónicas.

Luis Carlos Pulgarín Ceballos - Mayo de 2007, corregido en un 1 de diciembre de 2017.

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Sobre esta tercer crónica.

La transformación del centro bogotano se aceleró en las dos últimas décadas. La ciudad pintoresca, agresiva y llena de zozobra, ha ido dando paso a una aparente ciudad moderna y planificada desde  una visión positivista que -para vender su imagen internacional- pretende proyectar una imagen de civilidad, compromiso ciudadano y seguridad social y pública, aunque quienes padecemos la inseguridad y las prisas diarias de la ciudad capital, sabemos muy bien cómo se cuecen las habas.

El paso del imponente transmilenio marcó nuevos derroteros al uso del espacio público. En algunos sectores, el comercio formal abre sus puertas sin la competencia de las ventas ambulantes, debido a algunos procesos de lo que llaman recuperación del espacio público, los consumidores visitan el lugar con menos prevenciones que antes, hay cierto aire de cultura ciudadana en algunas calles del entorno, aunque no en la mayoría, caso del centro de la ciudad. Aún perviven algunas secuelas de la Bogotá de antaño. Algunas calles y callejones que la mal llamada "limpieza social" impulsada, se dice e que a mediados de los 90s, por agentes del orden encubiertos y al parecer patrocinados por comerciantes del sector, no pudieron desplazar del sector.

Una mirada pues al denominado centro de la ciudad nos dice que sigue abundando un desordenado comercio ambulante. El conflicto armado arrojó a la ciudad capital y ciudades vecinas más cercanas como Soacha, millones de víctimas de la barbarie que hoy buscan el alimento para sus familias en las calle de Bogotá. También hay migrantes económicos y extranjeros, algunos mochileros europeos y gringos y, últimamente, centenares de venezolanos que compiten su sobrevivencia con los despojados económicos colombianos. Esa mirada también os permitirá encontrar un desgarrador comercio informal del sexo, debido a la delimitación de ciertas zonas que el gobierno bogotano ha denominado “zonas de tolerancia”, caso de las localidades Santafe y Mártires, donde hay libertad para el comercio sexual en el cual abundan mujeres y hombres que -desde su adolescencia y provenientes de muchas partes del país- ofrecen el territorio de su cuerpo por unos cuantos pesos.  En medio de estas inmensas zonas de prostitución, se respira un aire denso a inseguridad, robo, drogas, lavado de activos, corrupción estatal y paramilitarismo.

En anteriores crónicas he relatado sobre las mujeres de la carrera trece entre avenida 19 y calles 20 y 21. En una segunda crónica relaté de una entrevista con una ex prostituta que hoy está al servicio de quienes ejercen el oficio desde una fundación. En esta tercer crónica quise caminar un poco hacía otro lugar del centro bogotano, dónde además de su historia y el significado mismo que tiene para la historia Distrital, encontramos pasos de mujeres que comercian con el sudor de su cuerpo y sus pasiones, aunque no de manera tan visible como en los lugares ya descritos en los escritos anteriores.

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